Zoe Alowan, La Rosa Nieve, acrílico, 1997

Un día un hombre encontró el capullo de una mariposa. Lo llevó a casa para que pudiera observarlo cuando saliera la mariposa. Poco después, un día, apareció una pequeña abertura. Se sentó y observaba la mariposa durante varias horas mientras la mariposa se esforzaba para hacer salir su cuerpo a través de ese pequeño agujero. Entonces, parecía que su progreso había sido detenido. Parecía que había salido tanto como iba a ser capaz de salir por sus propias fuerzas y no podía más. Parecía haberse atascado.

De modo que el hombre, por su propia bondad y amabilidad cogió unas tijeras y cortó el trozo que le quedaba al capullo. En ese momento la mariposa salió sin esfuerzos y con facilidad. Pero tenía el cuerpo hinchado, y las alas pequeñas y marchitas.

El hombre seguía observando la mariposa porque esperaba que en cualquier momento las alas se aumentaran y se extendieran para ser capaces de apoyar el cuerpo entero de la mariposa que, con el tiempo, se encogería. Ninguna de estas cosas sucedieron.

De hecho, la mariposa pasó el resto de su vida arrastrándose con un cuerpo hinchado y con las alas encogidas. Nunca fue capaz de volar. Lo que no entendía el hombre, con toda su amabilidad, fue que el restringido capullo y los esfuerzos requeridos para pasar por la pequeña abertura eran la manera de obligar a que el fluido saliera del cuerpo de la mariposa y que entrara en sus alas para que estuviera preparada para volar una vez que hubiera conseguido su libertad del capullo. La libertad y el vuelo sólo podrían venir después de los esfuerzos. Quitándole a la mariposa sus esfuerzos le quitaron su posibilidades de sobrevivir en una nueva dimensión de la vida.