E.J. Gold, El Hombre en la Cruz, litografía en papel de Gainsborough, 1987

Capítulo Uno
 
La Reunión
 

Encontrar un guía del laberinto en el vaivén de las ciudades contemporáneas puede ocurrir en los lugares más inocuos . . . tal como la próxima mesa en El Puchero de Alex.

 

Un día frío de enero. La ciudad de Nueva York, 1959. En el lado oeste de Broadway entre las calles setenta y cuatro y setenta y cinco, se sitúa un edificio de ladrillo marrón, edificado a principios del siglo XX, el Hotel Ansonia.

Alquilado por mes o por año, el hotel rebosa de emigrantes rusos, la mayor parte artistas de opera y ballet. Yo me muevo chapoteando por vocalizaciones, arpegios de piano y arias resonantes, bajo con el ascensor y paso por la desafiadora corpulencia del portero, y salgo por las puertas con adorno de latón y giro a la derecha.

Una parada momentánea en la panadería y charcutería de Tip-Toe. Cojo un número, entonces busco una cola y guardo cola. Hay cinco colas, cada una con veinte personas. Inconscientemente, la modesta panadería es el proyecto piloto, el prototipo, para las más interesantes atracciones que todavía no se han instalado en Disneylandia . . . simplemente otro nuevo parque de atracciones en California.

Unas ceñudas, intimidadoras y robóticamente rápidas zancadas pasando por unas caras muertas y enfadadas, hacia el metro en la calle setenta y dos; bajo por los escalones empapados, introduzco la moneda, me apisona el torniquete y espero.

Un viento frío y húmedo en mi cara. Un ruido profundo y estruendoso anuncia la llegada de otro tren de hierro traqueteante, que me traga con sus hambrientas e impacientes puertas, me arroja hacia el centro de la ciudad, y me escupe en una hervida multitud de androides atareados parecidos a hormigas.

Abriéndome camino por la multitud, empujando por las puertas giratorias, pasando por sombríos y desesperados zombis, subiendo una escalera de granito vieja y gastada, emerjo del túnel parecido a la tumba; algo propulsado por la suave presión del aire subterráneo; enfilo mi camino por las estrechas y serpenteantes calles del barrio del West Village a un pequeño restaurante en un sótano: El Puchero de Alex.

Los suaves murmullos de los maestros de ajedrez pre-revolucionarios lamentan el destino de los Romanoff. Una extraña hermandad esotérica de irreconocibles, inescrutables rusos. ¿Cómo podrían ser los inmortales Guías Ocultos, estas criaturas patéticas, las cuales había buscado durante tanto tiempo? Interminables partidas de ajedrez, incesantes charlas hipnogógicas, relatando y rememorando y arrepentiéndose y reestructurando el pasado, todo esto contradice esa deducción.

Un apunte escrito garabateado en palidecida tinta marrón en la guarda de un texto de Louis Elziveer, "La Historia de Roma", con una mano del siglo dieciocho me proporciona la pista que necesito.

Los Guías Ocultos, porteros y guardianes de las llaves de . . . ¿de qué? Algo llamado el Laberinto, sobre el cual no conozco nada, no recuerdo nada. Entonces, ¿por qué este hambre roedora?

El calor chicharrón de la capturada-por-las-piedras candela, sombras bailando en la pared opuesta, mientras ellos se sientan absortos en sus eternos juegos, ignorando, rechazando cualquier proposición, no dejando ningunas aperturas, ningunas opciones. Sin embargo están aquí en mi presencia. ¿Cómo romper ese frío y letal silencio, ese impenetrable muro de mortal indiferencia?

Muchas semanas de búsqueda con paciencia, y ahora esto. Pero esto tiene perfecto sentido. Después de todo, si fueran tan fácil de encontrar, ¿por qué se llamarían "ocultos"?

Sentado en silencio, acurrucado en una mesa en un rincón, esperando la entrada de unos Guías Ocultos, los cuales, según cálculos, deberían estar llevando puestas túnicas marrones de monje, para que puedan ser fácilmente distinguidos de los mortales normales y corrientes.

**********************

Sabía que no había manera de que esa gente sentada aquí pudieran ser los Guías, y la razón por la cual lo sabía, era que si fueran los Guías, estarían por ahí trabajando, guiando a alguien, o algo por el estilo.

¿Quién demonios ha oído de guías que no guien? Pero quizás sí sean guías. Quizás simplemente ya no quede nadie para guiar. Quizás nadie esté interesado por el Laberinto hoy en día con todo tan cínico.

Después de todo, nuestra civilización contemporánea ha llegado a ser tan superior y avanzada que, gracias a los científicos, los médicos, y los pedagogos, todo el mundo ya sabe exactamente qué hacer y exactamente lo que puede hacer con ello.

Mientras me sentaba allí hurgándome mentalmente la nariz, rascándome el culo, taconeando con un pie y meneando el otro, asintiendo con mi cabeza e imperceptiblemente volteando mi cuchara en mi potaje con la mano izquierda mientras garabateo estos apuntes con mi derecha, empecinándome para ser tan ambidiestro como pudiera, no podía evitar no ser débilmente consciente de que de algún modo, una clara sensación de ira había estado lentamente manando dentro de mí, filtrándose inadvertidamente desde mi cerebro de cabeza que estaba acelerándose locamente y derramándose sépticamente en el viaducto de filtración de mi corazón.

Sucede que sabía que era el cerebro de cabeza la causa fundamental de todo esto, porque el cerebro de la cabeza funciona asociativamente, es decir, una cosa sugiere a otra, y eso es exactamente lo que parecía estar ocurriendo.

Pero eso no explicó el enfado. Yo necesitaba ser guiado y estos guías estaban ignorando necesidades. Sí, eso debe de ser de lo que iba el enfado. Pero ¿sería realmente prudente que yo simplemente me acercara a ellos para confrontarles con esto? Hombre, sin saber la exacta magnitud de sus poderes, claro que no lo sería. Podrían conjurar algo para que yo cesara de existir al instante por mi presunción.

Bueno, esto debe ser cómo formular tu primer Propósito Real En La Vida, y mi primer Propósito Real era, en ese momento, de algún modo, llegar a ser tan poderoso como los Guías Ocultos, para que sin peligro yo pudiera denunciarles por hacer novillos.

© Copyright 1996 Gateways Books and Tapes -- Todos los Derechos Reservados